Perfiles pergaminenses

José Pantano, un sobreviviente del Mal de los Rastrojos que luego trabajó con Maiztegui


 José Pablo Pantano de convaleciente a colaborador de Julio Maiztegui (LA OPINION)

'' José Pablo Pantano, de convaleciente a colaborador de Julio Maiztegui. (LA OPINION)

Estuvo grave, al recuperarse fue donante de plasma. Convocado a trabajar en el Instituto por su condición de “persona inmune”, se dedicó a capturar roedores y buscar el virus Junín para los ensayos que, años más tarde, desembocaron en la vacuna. Asegura que en “Virosis” le salvaron la vida y guarda para “Don Julio” un agradecimiento infinito.


José Pablo Pantano acaba de cumplir 76 años. Fue el 7 de abril. Nadie supondría que hace muchos años el Mal de los Rastrojos casi le cuesta la vida. Tampoco que conocer al doctor Julio Maiztegui iba a significar un hito en su historia personal que hoy transcurre en la intimidad de su casa de la localidad de Ayerza, donde está abocado a la realización de tareas de campo. El lugar en el que vive corresponde a lo que históricamente fue el casco de la estancia de la viuda de Ayerza. 

Luego de haber concertado la entrevista para trazar su Perfil Pergaminense, que en tiempos de “cuarentena obligatoria” se pautan telefónicamente, va del galpón -cuya construcción pertenece a la antigua estancia-, a la casa para recibir el llamado de LA OPINION.  Vivió en ese lugar toda su vida y cuenta que esa es la casa que compró su abuelo cuando llegó de Italia escapando de la guerra, en una época en que el predio de muchísimas hectáreas de la histórica estancia se fue convirtiendo en pequeñas chacras. Acepta el diálogo predispuesto y agradecido. Narrar sus vivencias con “Don Julio”, como lo llama, es parte de sus asignaturas pendientes. “Siempre soñé con poder ser parte de esta sección del Diario para poder relatar mi historia y mi relación con el Instituto Maiztegui”. Lo que afirma tiene el tono de la gratitud porque en ese lugar le salvaron la vida.

Corría la década del 70, más precisamente el año 1972, cuando siendo joven trabajaba en Lucini como encargado de mantenimiento. De repente comenzó a sentirse muy mal y a experimentar síntomas propios de una gripe. Refiere que consultó al médico de la fábrica y más tarde acudió a la sala del sindicato. Ni el té con limón y la aspirina que le indicaban surtían efecto. Su estado general se deterioraba cada vez más y su salud se volvía endeble. Una leve mejoría luego de recibir una medicación y nuevamente esa certeza de “sentirse morir”.

“A mi hermano le dijeron que tenía virosis, que era el Mal del Rastrojo y que mi vida corría peligro. Yo no sabía nada”, relata, recordando las horas angustiantes de esos días.

Estando muy grave lo internaron y como no había camas disponibles en otros centros de salud llegó al Hospital de Llanura, que luego sería sede del Instituto Maiztegui. Recuerda que en un principio le dijeron que no había lugar, pero que de inmediato resolvieron esa situación y pudieron alojarlo allí para tratarlo. Tenía Fiebre Hemorrágica Argentina. Recuerda muy pocas cosas del período de su internación, porque estuvo verdaderamente grave. “Tengo una vaga imagen de cuando me bajaron y me llevaron a la sala, éramos 32 los pacientes que estábamos allí y solo nos recuperamos cuatro”.

“Llegué a tener un vómito con sangre y no recuerdo nada más. No sé si me aplicaron plasma, porque no estoy seguro de que ese tratamiento ya se utilizara. Lo que sí sé es que me cuidaron mucho y me trataron muy bien. Me atendieron los doctores Gustavo Marino Aguirre, Julio Maiztegui, Néstor Fernández y Leandro Peñaloza. Estuve internado 39 días”, señala y comenta que “en ese período mandaron a mi familia cuatro veces a buscar ropa porque creían que no iba a salir más”.

“Según mis hermanos, yo era un monstruo; me había hinchado todo y me había puesto morado. Estuve inconsciente varios días hasta que los médicos notaron una reacción en mí y empecé a mejorar. No sé cuánto más estuve hasta que reaccioné y quedé en una silla de ruedas. Se me habían caído el cabello y los dientes”, agrega.

Su relato recrea las vivencias de una enfermedad cruel que pudo controlarse gracias al trabajo de científicos que valora profundamente y hacia quienes guarda un profundo agradecimiento. Entre ellos menciona a la doctora Alba Damilano, a quien define como “una gran mujer que me trató como una madre”.

Transformarse en donante

Pero su historia con el Mal de los Rastrojos, como llama a la Fiebre Hemorrágica Argentina, no termina allí: “Un día las chicas del Instituto vinieron de parte del doctor Maiztegui a preguntarme si estaba dispuesto a donar plasma. Acepté sin problema. Me vinieron a buscar y luego me devolvieron a mi casa”. Fue así que se transformó en donante de plasma inmune. Cuenta con precisión cómo fue el procedimiento al que se sometió sin tener dimensión de que con esa actitud altruista estaba cooperando con la tarea de salvar vidas. En su condición de donante voluntario su vinculación con la institución siguió a lo largo del tiempo. “Yo sentía que era un modo de retribuir lo que habían hecho por mí cuando estuve tan enfermo. También accedí a que les sacaran sangre a unas ovejas que yo tenía en el campo. Estaba dispuesto a colaborar en todo lo que pudiera”, asevera.

Trabajar con Maiztegui

Con sorpresa, un día estando en el Instituto Maiztegui, “Coca” May le preguntó si estaba dispuesto a trabajar en el Instituto. “’Vos sos la persona indicada para estar en este lugar por el estado en el que estuviste que te vuelve inmune a cualquier cosa’, me dijo. Así fue como me encontré hablando en persona con Julio Maiztegui que me ofreció trabajar en el Instituto”.

Confiesa que la historia que se escribió después de aceptar esa propuesta fue como “una novela”.

“Me lo tomé como una prueba personal y le aclaré a Maiztegui que lo hacía porque ellos me habían salvado la vida y yo no me podía negar a nada de lo que necesitaran. Recuerdo que él aseveró a mi apreciación y me reafirmó que ciertamente ellos me habían salvado la vida porque lo que yo había tenido había sido muy grave”, relata, con la voz entrecortada por una emoción que no sabe definir.

Y enseguida prosigue: “Comencé realizando tareas de campo, colocando tramperas para capturar roedores, muchos de los cuales estaban infectados con el virus Junín”.

“En cada campo, dentro del maíz, poníamos 30 tramperas para cazar las lauchas; las traíamos y las ponían en un laboratorio que estaba totalmente aislado. Yo me había transformado en un buscador de lauchas de campo que se usaban para hacer ciencia”, resalta.

“Un día el propio Maiztegui me dijo que yo ya no iba a ir más al campo, que me iba a quedar en el laboratorio donde dos personas me iban a enseñar a hacer las autopsias de los roedores que estaban infectados. A partir de ahí ese fue mi trabajo y me enseñaron muchas cosas del virus y también aprendí a estar con los enfermos, que por ese entonces eran muchos”.

Recuerda cada día de su estadía en el Instituto: “Lo más extraordinario fue dedicarme al campo y colaborar con la tarea científica que Maiztegui estaba realizando”.

“Un buen día el Instituto compra una camioneta doble cabina. Me la asignan y así comencé a viajar con Maiztegui al Departamento de Zoonosis de la ciudad de Azul y en una oportunidad me tocó ir a Ezeiza a buscarlo al doctor Barrera Oro”, comenta.

Según narra, trabajó durante varios años en el Maiztegui en momentos en los cuales las tareas de experimentación eran intensas. Cree que fueron cuatro, muy nutritivos. “Se trabajaba incansablemente y humildemente siento que toda mi tarea, tanto la que hice en el Instituto como la que hice en Zoonosis, sirvió para lo que más tarde desencadenó en los ensayos de la vacuna”.

Otro camino

Dejó de trabajar en el Instituto cuando le surgió otra posibilidad laboral en el mantenimiento de una planta de silos. “Recuerdo que Maiztegui un poco se enojó cuando le comuniqué mi determinación; pero la aceptó en muy buenos términos. Yo busqué mi propio camino y guardé siempre una infinita gratitud hacia el doctor Maiztegui y su gente, porque no solo me curaron de esa enfermedad sino que me enseñaron cosas que de otro modo jamás hubiera aprendido”.

Lo que le queda de aquellas vivencias son las infinitas enseñanzas. Es parte de un eslabón diverso de muchas personas que a lo largo de la historia aportaron su granito de arena para que la estrategia científica de la que tanto se habla por estos días prosperara. El de alguna forma lo sabe.

Una gratitud infinita

Hoy, con sus 76 años cumplidos en la charla recrea aquellas anécdotas infinitas. Le parece escuchar la voz de Julio Maiztegui cuando lo saludaba llamándolo por su apellido. Lo recuerda como “una persona que era toda buena”. Así lo afirma. Y lo define.

En su casa de Ayerza, en contacto con el campo, conserva en sus retinas las largas jornadas en aquellos campos de maíz desde los cuales Maiztegui hizo ciencia. Sabe que sus padres Paulo Pantano y Paulina Panuzzo hubieran estado orgulloso de él y de su compromiso. Actualmente vive con su hermana Flora Francisca y su hermano Víctor Luis y con su sobrino Pablo Bitelli.

“Nunca me he movido de esta casa, solo para trabajar”, afirma arraigado a su presente. Y vuelve sobre el Mal de los Rastrojos casi cuando termina la charla para comentar que sabe que se contagió en Lucini: “Cómo no voy a saber dónde fue. Me enfermé en la fábrica a la que tiempo después de recuperarme volví y trabajé hasta que cerró. Nosotros llevábamos galletitas para compartir y las poníamos en un armario en el que había lauchas. Yo las veía. Y lo que hacía era desechar las masitas que estaban mordidas sin saber que todo estaba contaminado. En mi ignorancia, no sabía que eso me podía enfermar, fuimos varios los que tuvimos esta virosis”.

Ese relato que habla del contacto con el agente que transmite la Fiebre Hemorrágica Argentina quedó lejos, formando parte de su historia. Está en el pasado, hoy José goza de buena salud. Tiene la simpleza de la gente de campo. Y es protagonista de una historia entrañable que lo tuvo como testigo presencial y parte del trabajo científico de Julio Maiztegui,

“Nunca me imaginé que la enfermedad me iba a marcar este camino. Por nada del mundo pude haberlo soñado. Recién cuando llegué en el Instituto a ver lo que vi y a aprender lo que aprendí me di cuenta. Allí se hacía y se hace ciencia de verdad” sostiene y menciona también a la doctora Delia Enría. “Yo en mi época estuve con Alba Damilano y con un doctor chileno al que siempre recuerdo”, agrega y confiesa: “Haber estado en el Instituto fue una experiencia extraordinaria, mientras viva no me olvido más de eso”.

Cuando la entrevista va llegando a su fin, se dispone a regresar a las tareas de campo. La última reflexión tiene que ver con el orgullo que siente al escuchar que el modelo desarrollado por Julio Maiztegui piensa aplicarse en el mundo para probar su eficacia contra el coronavirus. “Cuando escucho eso me pasa lo mismo que sentí cuando se empezó a hablar de la vacuna para prevenir la virosis”, confiesa y con una expresión de deseo afirma: “Ojalá Dios quiera que eso pueda ser”.


Otros de esta sección...
BuscaLo Clasificados de Pergamino y su región
Buscar en Archivo
Tapa del día
00:00
15:42
Errores:  0
Pistas:  38

Tu mejor tiempo:
12:07
Registrate o Ingresá para poder guardar tus mejores tiempos.

Nueva Partida
1 2 3 4 5 6 7 8 9
Editorial
Funebres
Perfiles Pergaminenses
Lejos del pago
Farmacias de turno

LO MÁS LEÍDO