Perfiles pergaminenses

Otilio “Pipo” Prat: la historia de vida de un vecino del barrio Otero


 “Pipo” Prat en su despensa del barrio Otero donde pasa sus horas (LA OPINION)

'' “Pipo” Prat, en su despensa del barrio Otero, donde pasa sus horas. (LA OPINION)

Tiene 79 años y jamás se mudó de su casa ubicada en una de las esquinas más conocidas de ese sector de la ciudad. Esto le permitió ser testigo del progreso y cambio en la fisonomía de un lugar en el que le gusta vivir. Durante varios años fue placero. También se dedicó al atletismo y hoy atiende una despensa.

Muchas veces se dice que en lo simple está la esencia de las cosas y el recorrido por la historia de vida de Otilio Rubén “Pipo” Prat lo confirma. Tiene 79 años y siempre vivió en el mismo lugar. Todo su universo estuvo en su casa del barrio Otero. La propiedad de construcción sencilla está ubicada en una de las principales esquinas del barrio y sobre la vereda se levanta un templo al Gauchito Gil que “Pipo” construyó con sus propias manos en gratitud a los milagros concedidos. Es un hombre de fe y lo señala desde el principio de la entrevista que se desarrolla en el comedor de su hogar. Una puerta separa ese espacio de una pequeña despensa que atiende con su esposa Fanny, testigo de la entrevista. Es un hombre sencillo, con una vida anónima para la esfera pública como la de tantos otros pergaminenses. Sin embargo, su relato tiene la riqueza de quien ha vivido casi ocho décadas en un mismo lugar, eso lo transforma en espectador del cambio que experimentan los barrios, con las dinámicas de su gente y el progreso. 

“El 25 de marzo cumpliré 80 años y nunca me he movido de este lugar, toda la vida viví acá en esta casa; nací en la Escuela donde mi mamá trabajaba como casera y enseguida nos mudamos acá a esta casa que construyó mi padre”. Zulema Leiva, Héctor Prat, sus padres, y Dora su hermana menor están presentes en cada una de las anécdotas que refiere de su infancia y juventud. “Tuve una niñez linda, el barrio era muy distinto, casi no había casas, todo eran plantas, era un bosque y de noche no había luz,  había que acostumbrarse al barro, pero sin embargo éramos felices, jugábamos a cosas sencillas y la autoridad era de los padres”, cuenta.

“Mi mamá era casera en la Escuela del barrio, se dedicaba a cuidar el lugar porque una parienta de mi papá era la directora, así que cuando yo nací estábamos ahí; después nos mudamos a esta casa y nunca más nos movimos de acá”, refiere.

Otilio siente que tuvo “una linda vida” y volviendo sobre el pasado recuerda que “eran tiempos en los que mandaban  los padres no los hijos, se hacía lo que el padre y la madre decían. Mi padre era jornalero, trabajaba en el Sindicato de Máquinas, antes, durante mucho tiempo trabajábamos en la cosecha de maíz, y digo trabajábamos porque yo lo ayudé desde chico, primero con la cosecha y después cortando adobe de ladrillos.

“Trabajé con él hasta que me tocó el Servicio Militar en la Escuela General Lemos y cuando entré dije que era carpintero porque era una actividad que me gustaba, pero en realidad no sabía ni cómo se prendía una máquina”, cuenta y recuerda que le tomaron una prueba y como se dieron cuenta que no tenía experiencia apeló a que un sargento lo ayudara. Así consiguió ingresar al taller y salir de la experiencia del Servicio Militar siendo “carpintero”.

“Eso me permitió a mi regreso entrar a trabajar en lo de Genoud donde estuve seis años haciendo todo tipo de trabajo”, señala y menciona que más tarde en la vida y por la infinita curiosidad de uno de sus nietos interesado por conocer los orígenes de los Prat y Escobena, averiguó que en la tradición familiar un bisabuelo de Otilio había sido carpintero. “Se ve que yo tenía vocación y me venía de ahí”, agrega.

Cuando dejó la fábrica fue tiempo de dedicarse a otra cosa. Comenzó a trabajar en una granja, durante 8 años hasta que lo despidieron y lo indemnizaron. “Estaba por cumplir 50 años y tuve temor de no volver a trabajar”, confiesa.

 

El placero

En aquel tiempo y por esas cosas del destino, estaban construyendo la plaza de su barrio. El se acercó para colaborar, ayudaba colocando ladrillos. Así se cruzó con Salvador Gil, que le preguntó si le interesaba trabajar en la Municipalidad. Le habló de la posibilidad de trabajar en Obras Sanitarias, algo que le hubiera gustado porque sabía hacer todo tipo de trabajos, pero más tarde le presentaron al entonces intendente Jorge Young y lo emplearon como placero. “Estuve en la plaza del barrio cuando la armaron y más tarde en la Plaza 25 de Mayo y en casi todas las de la ciudad, fue un trabajo que realicé durante muchos años hasta que me jubilé  y que me gustó mucho porque heredé de mi madre la pasión por las plantas.

“Para ser placero te tienen que gustar las plantas, las que están en la plaza del barrio casi todas las puse yo, tengo recuerdos hermosos y un video de la Plaza que cuando estaba florecida te hacía acordar a las plazas de Concordia”, comenta aunque opina que en Pergamino la gente no le da a las plazas la verdadera importancia que tienen. “Supongo que eso pasa porque la gente en general no le tiene amor a las plantas”.

 

A la vuelta de la esquina

Como casi todas las cosas trascendentes que le sucedieron en la vida, Otilio se enamoró de su esposa en la esquina de su casa. “Ella había venido de la provincia de Córdoba y vivía en el barrio, en la esquina había una canilla de la que todo el mundo sacaba agua, así que fue ahí que la conocí. Fue como un suspiro, la vi, me enamoré y traté de conquistarla, me costó un poco de trabajo pero lo conseguí, nos casamos cuando yo tenía 24 años y ella 16 y hace 55 años que estamos juntos”, relata y la mira a los ojos asegurando que la clave de la vida juntos ha sido “saberse llevar”. 

Tienen un hijo, Rubén Darío (54) y dos nietos: Emanuel Darío (28) y Lucas David (24); y una bisnieta: Alfonsina (1 año y 8 meses).

 

El sobrenombre

En el barrio casi nadie lo conoce por su nombre. Todos lo llaman “Pipo” y él se reconoce en ese apodo. “Tuve muchos sobrenombres, pero éste es el verdadero y surgió un día cuando vino un tal Escobena que andaba con un sombrerito, un día me lo puse para protegerme del sol y hubo quienes dijeron: ‘Ahí viene Pipo’ y quedó instalado el apodo, todo el barrio me conoce como “Pipo”, casi nadie me llama por mi nombre”.

 

En la despensa

En la actualidad las rutinas de vida de “Pipo” son sencillas. Junto a su esposa atiende la despensa que instalaron luego de la jubilación en uno de los ambientes de su casa. “En realidad mi nieto tenía un barcito, lo atendían con su padre, y dicen que yo siempre estaba metido, así que despacito me lo fueron dejando para que lo empezáramos a manejar con mi esposa, lo transformamos en un pequeño almacén que nos mantiene ocupados”.

Asegura que la clientela es “muy buena” aunque admite que con las épocas de crisis hay que ser cuidadoso. “En general quienes nos compran son gente del barrio, así que trabajamos bien y son muy fieles, vamos seleccionando a la clientela, porque como están las cosas no se puede fiar demasiado porque cuesta reponer la mercadería y cuando le pegan a uno, duele”.

 

El atletismo

En el modular del comedor hay fotos y recuerdos. Entre ellos una enorme cantidad de trofeos. “Todos estos los ganó ‘Pipo’ corriendo”, dice refiriéndose en tercera persona a una de las experiencias más ricas y trascendentes de su vida: la pasión por el atletismo.

“Empecé a los 18 años y corrí hasta los 70. Trabajaba en un horno de ladrillos y los sábados a la noche no había demasiadas cosas para hacer, los bailes se organizaban cada seis meses y a otro lado no nos dejaban ir; así que un día estaba apilando adobes, pasaron unos vecinos y me preguntaban si no iba a una carrera que se organizaba. ‘Pipo’ se anotó, nadie creía que yo podía correr. Pero me animé, le pedí a mi papá que me pagara la inscripción y ahí comenzó otra historia; recuerdo que eran 5 mil metros, cuando largué creí que me moría, seguí y cuando casi llegué vi que adelante mío había solo dos o tres, así que me apuré y empecé a pasarlos. Me ganó un tal Belén de Acevedo”, recuerda. 

“Todos me preguntaban cuánto corría por día, nadie me creía que yo no entrenaba, mi único entrenamiento era la carretilla, me fui entusiasmando y ganando confianza”, cuenta y menciona que su entrenador y quien más le enseñó en el atletismo fue Manuel Castañares. “Vino a mi casa me empezó a entrenar, la segunda carrera fue n Arrecifes y entré cuarto, me traje una copa; era una época en que este se había transformado en un barrio de atletas en el que todo el mundo corría”. 

Otilio se dedicó al atletismo hasta los 38 años. En ese momento discontinuó la actividad porque “había que trabajar y mantener mi casa”. Más tarde cuando lo despidieron de su empleo retomó y corrió hasta los 70. “Conocí a mucha gente buena en el atletismo, hay mucha gente amable, son todos muy pobres, pero todos muy buena gente, no podría nombrar a todos los que conocí, entre ellos Alberto Ríos de quien guardo los mejores recuerdos.

“Cuando cumplí los 70 años me alejé de las carreras, no porque estuviera cansado, sino porque ya no iba nadie de los de mi generación, en algunos viajes iba solo, así que desde entonces sigo el atletismo como espectador, pero fue una experiencia muy linda y una actividad que siempre me gustó. Hoy disfruto de ver a mi bisnieta deslumbrada por los trofeos y copas que se ganó ‘Pipo’”, refiere.

 

Hombre de fe

Todas sus obligaciones tienen que ver con la despensa y con la dinámica de la vida en familia. “Estoy en casa todo el día, solo salgo a caminar por la mañana alrededor de la Plaza, por prescripción médica, pero después no me muevo de acá y me gusta estar en casa”.

Asegura que es un hombre de sueños cumplidos. “Creo que en verdad cumplí mis sueños y Dios me ayudó mucho, soy un hombre de mucha fe y creo que todo en la vida sucede por algo”.

En la puerta de su casa hay un templo en honor al Gauchito Gil. “Pipo” lo construyó con sus propias manos y ahí descansan sus plegarias y la de mucha gente que se acerca para dejar sus pedidos, sus muestras de agradecimiento y sus rezos. “Este lugar lo hice yo, porque el Gauchito Gil siempre me ayudó mucho, le tengo mucha fe, creo que el único sueño que tengo pendiente es poder ir a visitarlo alguna vez”, concluye, cuando termina la charla.


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