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Veneranda Scarffaloto, cien años vividos en la dignidad del trabajo


 Veneranda Scarffaloto disfruta de las tardes en el patio de su casa tomando mates (LA OPINION)

'' Veneranda Scarffaloto disfruta de las tardes en el patio de su casa tomando mates. (LA OPINION)

Nació en Rancagua el 27 de febrero de 1915. En pocos días más celebra su centenario. Sus vivencias son parte de la historia compartida por una generación de abuelos que trabajaron a destajo para forjarse un futuro en épocas muy distintas a la actual. Aunque la memoria le juega una mala pasada, ayudada por los suyos rescata aquello que define su esencia.

Veneranda Scarffaloto nació el 27 de febrero de 1915. En pocos días más cumplirá cien años de vida. Hablar con ella es en cierto modo hacer un recorrido por la historia de vida de generaciones de abuelos que forjaron su presente al ritmo del trabajo incansable, muchas veces sacrificado y siempre digno. Así construyeron su futuro.

Con la ayuda de una de sus hijas y una nieta corre el velo que los años ponen a su memoria y rescata lo esencial de su historia de vida. Está de pie en la puerta de la casa del barrio Belgrano en la que vive desde hace muchísimos años. Enseguida camina hacia un patio en el que hay una mesa, mate y medialunas de las que disfruta como una delicia. A su lado están parte de los suyos. En todo momento sonríe. Es coqueta. El color de su cabello casi coincide con el tono del collar de perlas que lleva puesto. Entre sus manos guarda un rosario blanco que enreda y desenreda, como si rezara. Sobre la mesa hay una fotografía enmarcada del día de su boda que no se cansa de mirar, recuperando vaya a saber qué recuerdo de aquel momento en el que selló ante Dios su historia de amor con José Adriano Díaz, el hombre con el que compartió la vida hasta que éste falleció cuando tenía 65 años. Sus familiares confiesan que durante mucho tiempo guardó luto, que le costó abandonar el hábito respetuoso de vestirse de negro y que durante muchos años de su propio jardín cortó cada semana flores para llevar al Cementerio. Según cuentan dejó de ir por la inseguridad. Ella no lo recuerda, lo que sí recuerda son los años que pasaron juntos desde que se conocieron siendo muy jóvenes juntando maíz en el campo.

Veneranda nació en Rancagua. Es hija de María Cascardo y José Scarffaloto, un italiano que al poco tiempo se volvió a su tierra porque nunca pudo adaptarse a la Argentina. Eso transformó a Veneranda y a Josefa, su hermana, en las únicas con ese apellido en el país.

“Cuando mi papá nos dejó para volverse a Italia yo tenía apenas 5 años, nos quedamos con mi mamá en el campo de un tío; mi hermana Josefa murió muy joven porque tenía asma”, cuenta.

Vivió en el campo, allí conoció a su esposo y tuvo a tres de sus hijas: Aurora (fallecida), Haydé y Ofelia. Más tarde se fueron al campo de Alberto Sierra en Carabelas, donde su esposo era el encargado. Estuvieron durante varios años allí y de hecho en esa localidad sus hijas tomaron la comunión y pasaron parte de su infancia. En 1950 tuvieron a su cuarta hija: María Josefa.

Para aquel entonces su esposo había conseguido comprar un terreno en Pergamino, en el lugar donde actualmente vive. “El mismo construyó esta casa, era todo campo, veníamos en sulky, la tierra se vendía por parcelas”.

La casa tiene las marcas del transcurso del tiempo y aunque el barrio cambió en su fisonomía, el patio conserva la vieja bomba de agua, como una reliquia.

 

Una vida en el campo

Veneranda fue una mujer dedicada al trabajo de campo y cuando se mudó a su casa siguió ocupándose de la quinta, de los quehaceres del hogar, pero también de la tarea de criar animales y de conseguir la cosecha con la que se abastecía a toda la familia. Sus hijas y sus nietos coinciden en que “la vida de ella fue el trabajo y fue una apasionada de las tareas de campo, nunca la escuchamos decir que algo no se podía hacer, todavía la recordamos puntear el terreno, hacer la quinta, sembrar y cosechar; siempre le sobraba el tiempo para trabajar y se inventaba cosas para hacer”.  

Su frase de cabecera era: “Con los ojos se mira, con la boca se habla y con las manos se trabaja”. Y esa fue la filosofía con la que llevó adelante su vida. Las marcas de aquel tiempo están en sus manos que guardan las huellas que dejó el trabajo forzoso en el campo. Recuerda que sus rutinas en el campo comenzaban temprano y  que con una especie de aguja sacaba el choclo de la planta y lo cargaba en una maleta y así recorría largos caminos hasta completar el surco. También cuenta que criaban animales y que pasaba horas en el aljibe que había en la casa de su madre para sacar agua. “El piso de los galpones de los caballos era de adoquín y había que lavarlo”, menciona y todo eso que era una tarea sacrificada parece no haber hecho mella en su temple ni en su físico.

 

Una mujer grande

Nunca se queja de algún dolor. No toma medicamentos y es de buen comer. Jamás tuvo un pensamiento negativo sobre la vejez, al contrario cobijó en su casa a familiares y seres queridos a los que cuidó hasta que murieron. Su suegra falleció a los 102 años y es la persona más longeva que ella recuerda. Ella no se considera “vieja” solo sabe que se está “poniendo un poco grande” y acepta eso con naturalidad.

No se le notan los 100 años. Tiene un brillo especial en la mirada, como si estuviera en ese límite delgado que separa la vejez de la inocencia más asociada a la niñez. Es quizás de nuevo un poco niña. Dócil, aunque con la memoria de un carácter fuerte. Hasta hace poco más de un año estuvo en plena actividad. Hoy solo baila en alguna fiesta familiar y pasa el tiempo con los suyos. Pero está retirada de la tarea. Antes le gustaba cocinar y recuerda con placer el tiempo en el que era sagrado sentarse a la mesa para disfrutar de la comida casera. Su especialidad era el puchero, los tallarines y cada una de las delicias que preparaba con lo que cosechaba de su huerta. Lo que sacaba de la quinta se consumía, se almacenaba y se daba a otros. Quienes la conocen aseguran que la generosidad fue siempre una de sus virtudes y hay quienes cuentan que amasaba pan casero, dos, uno para su casa y otro para “los necesitados”.

Mientras toma mate y comparte la charla, por sus retinas parece haber pasado la vida. Recuerda que le gustaba cantar en italiano y que siempre fue feliz con la pala en mano, la azada y el rastrillo. Su marido era un amante de las bochas que jugaba en el Club Fomento Centenario y siempre la invitaba a salir, sin embargo ella prefería quedarse en su casa. Allí estaba su universo. Pasaba el tiempo tejiendo, recolectaba los retazos que quedaban en la fábrica de Barros, los cortaba en hilos, los ovillaba y con eso tejía. Conserva muchas de las cosas hechas con sus manos. En todos los aspectos de su vida, sembró para cosechar y el mejor fruto de esa siembra es la familia que armó sobre la base de esos valores: sus cuatro hijas mujeres, sus ocho nietos (cinco mujeres y tres varones), sus 23 bisnietos, sus 7 tataranietos nacidos y los dos por nacer. 

En la actualidad vive sola, acompañada por su familia y  por Miriam y Débora, dos vecinas que se dedican a guiarla en sus rutinas cotidianas. Se levanta temprano, desayuna y almuerza, luego descansa y más tarde se levanta para ver televisión o escuchar radio. Le gustan los chicos y se divierte con ellos, con quienes se entiende en las travesuras. No tiene cuestiones pendientes. Es agradecida y cree en Dios. Le gusta vivir y no pide nada más.

Quienes están a su alrededor se miran en el espejo de su experiencia y saben que en la vida, trabajando, todo es posible. Agradecen de tenerla y ella le agradece a Dios por la vida.

Cree que estar viva a su edad es un regalo del cielo. Sus seres queridos comparten ese sentimiento y mientras se disponen a celebrarle el cumpleaños en un festejo íntimo, piensan que los cien años de Veneranda son un regalo que Dios le hizo por haber sido siempre tan buena y por haber estado tan dispuesta a “hacer el bien sin mirar a quien”.


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