Por el padre Saturnino Prieto.
Para la redacción de LA OPINION.
Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne (Isaías 1,2).
La Navidad y la Pascua son las fiestas que más han alimentado la reflexión de los hombres. Esta es de origen semita y está basada en el ciclo lunar; la primera es de origen latino y tiene su fundamento en el ciclo solar. De similar significado, en su origen multimilenario, se han ido diferenciando y cargando de significado a lo largo de los siglos.
Verdadero sol
Cuando el cristianismo se afianzó en el mundo romano, se cristianizó la antigua fiesta del nacimiento del sol imponiendo la idea de que el verdadero sol, que ilumina el corazón de los hombres, y constituye el fundamento de la plena realización humana, es Jesús de Nazaret. Ni los primeros escritos cristianos ni la historia profana nos refieren la fecha de su nacimiento. Era lógico porque Jesús (salvador) era un nombre muy común en aquella época, un nombre que los padres imponían a todos aquellos sobre quienes depositaban fuertes expectativas de realización, no solo personal, sino también, y a través de él, la transcendencia de sus progenitores y de su grupo. A los evangelistas les importó remarcar que Jesús estaba destinado a salvar no una dinastía sino a su pueblo. No lo buscaron, pues, en las crónicas reales, ni en las listas de los destinados a la herencia de la corona, sino que se conformaron con afirmar su condición humana; nacido de mujer y en un oscuro lugar como Nazaret, pero encarnando la sabiduría de los profetas de Israel, identificado con la plena realización universal de los hombres, expresión de la libertad del corazón, consciencia plena de lo que late en el corazón, y medida única y universal de todo lo humano. En él se hacen conscientes todas las sublimes y auténticas aspiraciones de los hombres de cualquier lugar y tiempo, incluidas también las de quienes estando destinados a conducir los destinos de los pueblos se consideran incluidos entre los hombres de buena voluntad.
San Francisco
En la Edad Media se comenzaron a hacer representaciones de la vida de Jesús en los atrios de los templos, y fue San Francisco de Asís el que comenzó con los pesebres incluyendo en ellos el asno y el buey en conformidad con la citada profecía de Isaías. Es ésta una denuncia del oscurecimiento de la razón humana que nos degrada a condiciones inferiores a la de la vida animal por causa de la dureza de nuestros corazones. Esta reflexión se profundizará en el libro del Génesis, que sigue siendo luz después de 2500 años de meditación sobre la naturaleza humana. Nadie, como ese autor anónimo, ha sabido reflejar en tan poco espacio una meditación tan lúcida sobre la condición humana. Es necesario recordar que a los judíos les estaba prohibida la fabricación de imágenes o de ídolos para no perdernos en la cáscara de los relatos. Precisamente por el gran riesgo que tenemos de caer en la idolatría, adorando figuras que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, pies y no pueden caminar, manos y no pueden tocar..., como denuncian los profetas, en Israel estaba prohibida la artesanía de imágenes. Poco nos servirán las escenas navideñas y los pesebres si no los relacionamos con nuestra dimensión invisible, esa que, estando en nuestra conciencia, nos hace decir yo, que está en todas partes y ninguna, pero que nuestra conciencia visualiza, desde nuestro ahora hasta donde alcanza nuestra memoria, como nuestra propia identidad.
Ternura
De las postales navideñas podemos destacar en primer lugar la fascinación de la ternura, esa cualidad inherente a la vida recién nacida, a la que Francisco nos dice que no debemos tener miedo. ¿Por qué habríamos de tenerle miedo? Miedo de que se nos degrade, se nos aje, se afee. A la flor, en manos posesivas, le pasa todo eso. Pero no es a la flor a la que debemos nuestra frustración sino a nuestros instintos posesivos. La flor está para ser solamente contemplada y no debe ser aprisionada so riesgo de muerte. Solo los custodios de su frescura y ternura pueden seguir disfrutando de su lozanía y su perfume. Y esto exige estar sobre nuestros instintos para ser libremente custodios de su hermosura. Algo similar nos pasa con las personas. Si no somos custodios de su libertad nos volvemos destructivos. Es muy fuerte la tendencia que hay en nosotros a la posesión, al egoísmo, que nos vuelve destructivos; pero solo dándonos, entregando nuestro interior, ayudamos a construir al otro en su libertad, contribuimos a su propia realización.
Esto implica tomar conciencia de nuestra debilidad. Somos seres necesitados, medularmente carenciados y necesitados de protección, tanto más cuanto más niños somos. Pero cuanto más fuerza tenemos, más propensos somos a volvernos destructivos abusando de nuestra fuerza. Por eso Jesús nos exige volvernos niños: Si no os hiciereis como niños no entraréis en el Reino. Lo propio del niño es confiar en el otro, en la fuerza de papá y mamá; y lo hace sin disimulos. Dios responde a nuestras necesidades a través de los otros, de aquellos que se hacen responsables de nuestra educación, de nuestra realización, que no necesariamente son los padres biológicos, aunque esto sea lo más frecuente. Navidad significa que una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará su nombre Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Siempre Padre, Príncipe de Paz. Esta paradoja se realiza en quienes permiten que nazca un hijo de Dios en su corazón. Dale a Jesús un corazón acogedor y nacerá en ti un hijo de Dios ¡Ven Señor!